La llegada a la Capital no sería fácil, y tampoco esperaba que lo fuese. Me encanta saber que si algo en la vida se va a cumplir es la regla de los principios. Y esta no sería la excepción, porque desde el primer momento que pisé suelo chileno sabría que comenzar en este país sería lo suficientemente difícil como para mantenerme ocupado y no pensar en aquello que me hizo llegar hasta aquí.
El aeropuerto me pareció algo bastante digno para un país de Sudamérica, con los clásicos hombrecitos oscuros y extrañamente bajos que con su tarjeta de “taxi oficial” colgando de sus abultados cuellos, se sienten con el derecho de tomarte del brazo y en calidad de fugitivo introducirte en una de sus máquinas de salario mínimo. Debido a esta lamentable situación no pude concluir con mayor sagacidad aspectos que me hubiesen gustado retratar de su tan pintoresco aeropuerto. Pero bueno, como decía mi tía abuela que según ella vivió toda su adolescencia en Perú, en una callecita con las casas de adobe y pintadas de exuberantes colores, como queriendo espantar a la muerte - o llamándola, si es que el pueblito tal hubiese quedado en el centro de México - la cosa es que ella me decía que todo es por algo… Todo es por algo, digamos que tampoco era una frase que encerraba mucha filosofía. Es como decir “podría ser peor”, o sea, ¿qué clase de consuelo es eso? ¿Perdí un brazo pero debo estar contento porque podría haber perdido ambos… o mis piernas también? El ser humano no puede vivir con esta clase de subterfugios, ¡yo no puedo vivir con esa clase de subterfugios! Pero en éste caso lo aceptaré… por primera vez en mi vida: y si todo es por algo, por algo será que ese taxista sin dientes delanteros me tomó tan fuerte del brazo, con todo lo que le quedaba de vida en esos momentos, que en casi tres segundos por reloj me encontraba sentado en el asiento trasero de un Lada que apenas se podía a sí mismo. Bienvenido a Chile me dije. Y en ese preciso momento, como si el cosmos así lo dispusiese, una llanta explotó con un sonido tan fuerte que me llegué a golpear la cabeza con el techo del auto. Nunca había oído una rueda explotar, aunque pensándolo más fríamente, siempre había imaginado que sonaría más o menos así.
 
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