lunes, 18 de junio de 2007
Día 3.
A veces no basta con sentirse extraño e un lugar. Es como si tu propia consciencia no fuese suficiente como para sentirte ajeno. No. La gente que te rodea ayuda a maximizar esta condición para convertirte en un animal en extinción, en un espectáculo digno de fijarle los ojos. Uno espera que en un país que se jacta de ser la cuna del turismo, la gente esté acostumbrada a ver a seres humanos de otras características. No todos en el mundo son morenos o comen masas fritas con mostaza en la calle. No todos están con la idea de la dictadura aún en la cabeza, no todos leen el Condorito, no todos tienen una de esas tarjetas azules para subirse a los buses, no todos entienden el ir y venir de las líneas del Metro, no todos se jactan del “nivel” de su fútbol, de las malas decisiones de la Presidenta o de cómo comer una empanada y no terminar oliendo a carne y cebolla por el resto del día.
Nadie quiere parecerse a esa gente que alimenta el morbo nacional comentando y recomentando los affaires que tuvo cierto futbolista con cierta niña veinteañera con la experiencia de una madre casada por tercera vez. Es como si todo el pueblo viviese en un letargo mediático, arreado como rebaño con pasto rociado de somníferos y vino tinto. La carne inunda la pantalla, la aspiracionalidad se convierte en polvo blanco de 21 pulgadas, tu sillón favorito se deshilacha por un gato construido de falacias y errores ajenos, tu familia te canta el cumpleaños feliz cada vez que llegas a tu casa luego de 14 horas de trabajo, te buscas una vida estúpida para ahorrarte el arte de pensar en lo que pudieses haber llegado a ser, te buscas los problemas para tener razones de llegar a tu hogar, persigues las razones que te hacen sentir vivo, pero es una carrera que perdiste hace tiempo, hace años, desde el primer momento que decidiste no terminar tu primer dibujo a crayones en el jardín infantil, desde que fingiste una enfermedad para no jugar ese partido de fútbol en educación física, desde que te paraste en lo más alto de la azotea de tu edificio sólo para sentir ese temor que te demuestra que ni siquiera para saltar hacía abajo tienes algo de valor.
Sigues hacia delante porque el tiempo te obliga a hacerlo, no tomas tus propias decisiones porque sientes que el ritmo de la vida es suficiente para ti, si fueras dueño del tiempo no sabrías cómo actuar, si no hay un titiritero que decida por ti te pierdes en un sin fin de excusas sin razón. Prendes el televisor para obviar la realidad que te rodea, enciendes la estufa para ahuyentar el frío que te recuerda que estás vivo, dices que odias el invierno cuando en realidad lo amas, amas ese frío inestable que se cuela entre tu chaqueta de segunda mano, mojarte esperando la micro que te llevará a tu trabajo del demonio, te gusta ese viaje pasional del micro hasta la fábrica, de la fábrica al casino y del casino a la fábrica otra vez. Tu casa es tu refugio, tus minutos de olvido de lo que está ocurriendo allá afuera. Tu propia cortina de metal aislada de los sentimientos y el oxigeno empapado de llantos de gente como tú que tuvo algo más de valentía para seguir intentando no fracasar en el intento de llegar a ser alguien. Ninguno de ustedes saldrá en un libro de historia, ni en las crónicas rojas, ni en las páginas sociales. Ninguno de ustedes saldrá en la fotografía para completar un crucigrama o como referencia en un MBA de comercialización exterior. Ustedes son los extras en las vidas de los exitosos y famosos. El paisaje de fondo necesario para que otros se muevan y se sientan poderosos frente al resto de la triste población. Seguimos lo que buscamos: sólo actuamos al fondo de la verdadera acción, lo único que nos queda por hacer es trascender a través de nuestros genes, procrear a otros seres humanos esperando que ellos logren un contrato de farándula en sus primeros meses de vida. Ahorra el dinero de la universidad para una clínica estética o un club de fútbol al lado de la cordillera.
Tristes rayos de sol de invierno alumbran la servilleta brillante de grasa callejera que sostiene un resto de sopaipilla mal frita. La gente continúa avanzando sin penar a mis espaldas, sólo deteniéndose a pensar en su existencia cuando el pequeño hombrecito rojo se enciende y tú te detienes. Piensas en el no sentido de tu ser, la luz cambia a verde y tú continúas avanzando dejando de pensar y volviendo a convertirte en el extra que tanto obvias pero te gusta ser.
Definitivamente no me gustan sus sopaipillas, me vuelven algo… Demasiado perceptivo.
jueves, 14 de junio de 2007
Día 2.
Nunca realmente puedes sentirte extraño en un lugar extraño si no estás dispuesto a sentirte como tal como una idea preconcebida. Llegué al hotel a eso de las 9 de la mañana y el ambiente era poco menos que favorable. El hombre de la recepción me observaba dudoso, como si yo me tratase de un tipejo obstinado en conseguir algo sin una concepción previa ha hacerlo. Me explico: nadie en su sano juicio, o según mi sano juicio, dispone un viaje  a un Continente extraño sin antes preocuparse decididamente a dejar ciertos puntos resueltos para no ganarse un dolor de cabeza minutos antes de emprender una nueva acción. Había pedido con anticipación una suite con vista panorámica al río. Vaya concepción de río que tenían los encargados de las reservas. No sólo tuve que subir por un ascensor que no se podía su propio peso acompañado de lo que en cualquier parte del mundo se hubiese entendido como un botones, si no que además, al entrar a mi habitación, una adolescente joven se encontraba en plena faena de terminar los últimos dobleces de lo que sería mi lecho en los próximos días, o noches en este caso. (Ah, y para que hablar de "vista panorámica al río"... Si con suerte la reserva cumplía con la "vista". ¿A qué? Eso lo sabrán ustedes mejor que yo)
- ¿Va a usted a quedare por mucho tiempo señor...?
- No. No por mucho - contesté algo irritado mientras soltaba un par de dolares al hombre simio-botones.
- Las sábanas están limpias, en dos minutos lo dejo descansar - contestó.
Vaya ideología, "las sabanas están limpias". ¿Debería agradecerle por el hecho? ¿Pagarle también una cuota en propina por su "buenaventura" en lo que a comodidades soporianas se refiere?
La miré en silencio esperando que captara el mensaje para irse de la habitación. Pero ella hacía énfasis en sostener ese endemoniado plumero - como supe tiempo después que se referían a un montón de plumas de gallina elasticadas a un mango - sacudiendo la superficie de la 21 pulgadas e insistiendo en borrar una mancha de cigarrillo del velador de noche.
No entendía nada. Tampoco estaba en mis planes hacerlo. Debía dormir, aunque sea 5 horas. Debía descansar mi cuerpo muerto y tratar de olvidar todo lo que había sucedido hasta la fecha si quería que mi intención tuviese cierto efecto sobre mi línea vital.
No quería pensar más en eso.
Quería dormir.
Creo que ni siquiera alcancé a quitarme la ropa y con suerte pude taparme con un trozo de cubrecama para olvidar la travesía vivida recientemente en el "taxi oficial".
Estaba cansado.
Quería dormir...
- ¿Va a usted a quedare por mucho tiempo señor...?
- No. No por mucho - contesté algo irritado mientras soltaba un par de dolares al hombre simio-botones.
- Las sábanas están limpias, en dos minutos lo dejo descansar - contestó.
Vaya ideología, "las sabanas están limpias". ¿Debería agradecerle por el hecho? ¿Pagarle también una cuota en propina por su "buenaventura" en lo que a comodidades soporianas se refiere?
La miré en silencio esperando que captara el mensaje para irse de la habitación. Pero ella hacía énfasis en sostener ese endemoniado plumero - como supe tiempo después que se referían a un montón de plumas de gallina elasticadas a un mango - sacudiendo la superficie de la 21 pulgadas e insistiendo en borrar una mancha de cigarrillo del velador de noche.
No entendía nada. Tampoco estaba en mis planes hacerlo. Debía dormir, aunque sea 5 horas. Debía descansar mi cuerpo muerto y tratar de olvidar todo lo que había sucedido hasta la fecha si quería que mi intención tuviese cierto efecto sobre mi línea vital.
No quería pensar más en eso.
Quería dormir.
Creo que ni siquiera alcancé a quitarme la ropa y con suerte pude taparme con un trozo de cubrecama para olvidar la travesía vivida recientemente en el "taxi oficial".
Estaba cansado.
Quería dormir...
miércoles, 13 de junio de 2007
Día 1.
La llegada a la Capital no sería fácil, y tampoco esperaba que lo fuese. Me encanta saber que si algo en la vida se va a cumplir es la regla de los principios. Y esta no sería la excepción, porque desde el primer momento que pisé suelo chileno sabría que comenzar en este país sería lo suficientemente difícil como para mantenerme ocupado y no pensar en aquello que me hizo llegar hasta aquí.
El aeropuerto me pareció algo bastante digno para un país de Sudamérica, con los clásicos hombrecitos oscuros y extrañamente bajos que con su tarjeta de “taxi oficial” colgando de sus abultados cuellos, se sienten con el derecho de tomarte del brazo y en calidad de fugitivo introducirte en una de sus máquinas de salario mínimo. Debido a esta lamentable situación no pude concluir con mayor sagacidad aspectos que me hubiesen gustado retratar de su tan pintoresco aeropuerto. Pero bueno, como decía mi tía abuela que según ella vivió toda su adolescencia en Perú, en una callecita con las casas de adobe y pintadas de exuberantes colores, como queriendo espantar a la muerte - o llamándola, si es que el pueblito tal hubiese quedado en el centro de México - la cosa es que ella me decía que todo es por algo… Todo es por algo, digamos que tampoco era una frase que encerraba mucha filosofía. Es como decir “podría ser peor”, o sea, ¿qué clase de consuelo es eso? ¿Perdí un brazo pero debo estar contento porque podría haber perdido ambos… o mis piernas también? El ser humano no puede vivir con esta clase de subterfugios, ¡yo no puedo vivir con esa clase de subterfugios! Pero en éste caso lo aceptaré… por primera vez en mi vida: y si todo es por algo, por algo será que ese taxista sin dientes delanteros me tomó tan fuerte del brazo, con todo lo que le quedaba de vida en esos momentos, que en casi tres segundos por reloj me encontraba sentado en el asiento trasero de un Lada que apenas se podía a sí mismo. Bienvenido a Chile me dije. Y en ese preciso momento, como si el cosmos así lo dispusiese, una llanta explotó con un sonido tan fuerte que me llegué a golpear la cabeza con el techo del auto. Nunca había oído una rueda explotar, aunque pensándolo más fríamente, siempre había imaginado que sonaría más o menos así.
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